Cuando partió desde el Yacht Club Centro Naval de Núñez, Marisa Bianco, 75 años y psicoanalista de profesión, no imaginaba el golpe de timón que iba a dar su vida. A bordo del Huayra, que en quechua significa viento, la flamante capitana dedicó 5 años a dar la vuelta al mundo. Sola, a veces acompañada, al principio con dinero, pero después sin un peso. Marisa tenía una sola certeza: navegar es preciso. La frase del poeta Fernando Pessoa la acompañó durante toda la travesía, un viaje de autoconocimiento y decisiones constantes. De libertad, sobre todo.
Del consultorio psicoanalítico a ultramar. De un cómodo departamento en el barrio de Belgrano a los puertos del mundo, con pocas y contadas pertenencias. “Solo algo de ropa y lo necesario para vivir en el barco”, cuenta hoy Marisa desde Villa La Angostura, su nuevo lugar en el mundo. La aventura como forma de vida la llevó a recorrer la costa de Brasil, Trinidad Tobago, Venezuela, Panamá, las islas Galápagos y las de la Polinesia. Atravesó también el estrecho de Torres e ingresó al océano Índico para llegar a Ciudad del Cabo.
“Vivir en el mar fue una necesidad. En Buenos Aires me estaba ahogando”. La metáfora aplica a la intensidad de la experiencia: se separó y dejó una ciudad vertiginosa donde se sentía con el agua al cuello, literalmente. “No era donde quería estar y decidí vivir de otra manera, sin escaparles a los riesgos. Y hace un tiempo volví a sentir esa necesidad, la del cambio. Por eso dejé el mar, un escenario conocido. Y empecé algo nuevo, de cero”, dice Marisa desde El Aleph, una cabaña de madera en el medio del bosque donde sigue haciendo lo que más le gusta: conocer gente. “Vienen jóvenes de todas partes, disfruto mucho tomar contacto con las ilusiones de los otros, es algo que siempre me apasionó”, confiesa.
En este lugar encantado de la Patagonia, Marisa se ocupa de todo: atiende a la gente, prepara los cuartos, ofrece una biblioteca nutrida. Porque si algo guardó antes de emprender el viaje fueron sus libros.
Algo que aprendió sobre los vínculos es a relacionarse de otra manera. Navegar con otros, dice, activa el chip de la solidaridad. “Se comparten momentos maravillosos y otros también tristes aunque siempre profundos. Esos encuentros son los que quedan. En el mar se desdibujan las diferencias”. Durante 5 años, el mismo tiempo que estuvo cruzando océanos, Marisa se ocupó de arreglar el Huayra con sus propias manos y rendir cursos de timonel. “Lo compré destruido en Mar del Plata. Era lo que podía, un barco arruinado pero machazo. Lo traje a Buenos Aires y lo fui reparando hasta ponerlo a son de mar. Ahora está en buenas manos, se lo vendí a gente apasionada por la navegación, que lo va a saber cuidar”.
Marisa admite que está “siempre lista” para volver a zarpar. De hecho, acompañó a su amiga Aurora a las Islas Canarias para traer un barco hasta Buenos Aires. Lo llevaron hasta Cabo Verde, frente a la costa de África y luego cruzaron hasta Brasil.
Hoy su nuevo hogar en el Sur está cerca de sus afectos: dos de sus cinco hijos viven allí. Y aunque extraña el horizonte inalcanzable del mar, ahora juega con sus nietos. “Mis hijos siempre me acompañaron y apoyaron mis decisiones. Con el mayor pude navegar un poquito por suerte. Todo lo que hice lo hice por mí y por ellos. Hoy mis nietos saben que tienen una abuela loca”, dice divertida.
Y agrega: “Lo más importante es transmitirles que no hay nada imposible. La vida un riesgo constante. Hay que comprometerse y darlo todo. Lo que sea, hacelo a fondo”, remata.