El 5 de septiembre de 1832 llegó a las costas de Punta Alta el Beagle, comandado por el capitán Robert Fitzroy. A bordo había un joven naturalista, que había resistido los impulsos de su padre, el reconocido médico galés Robert W. Darwin, de que se convirtiese en médico como él, y como había sido su abuelo o, en su defecto, que fuera pastor anglicano. Pero a Charles, desde niño, le atraían los insectos y la naturaleza.
Tenía a quien salir. Su abuelo Erasmus Darwin, pionero del evolucionismo, era un médico, naturalista y filósofo, autor del poema The Zoonomia, en el que especulaba sobre el origen y evolución de la vida. Las conclusiones de sus experimentos fueron usadas por Mary Shelley en su novela sobre Frankestein para fundamentar la creación de vida a partir de materia muerta.
Charles Robert había nacido el 12 de febrero de 1809. Su mamá había muerto en 1818 y él era pupilo en la escuela anglicana local y aprendiz de médico del padre. Cuando con su hermano Erasmus fue a estudiar medicina a la Universidad de Edimburgo, solo se interesó en los cursos de taxidermia del esclavo negro John Edmonstone.
Seguía interesado en la historia natural, y fue alentado en ese sentido por el profesor John Stevens Henslow -a quien conoció en 1828- un clérigo especialista en botánica y geología. Sería su mentor, tutor y amigo.
Darwin tenía 22 años y aún no sabía qué hacer con su vida. Entonces desconocía que se estaba preparando una expedición que tendría el objetivo de completar los trabajos de hidrografía en la Patagonia y en Tierra del Fuego, que habían sido iniciados por el capitán Phillip Parker King entre 1826 y 1830. Aún quedaba por estudiar la hidrografía en las costas de Chile y Perú, adentrarse en las islas del Pacífico y realizar medidas cronométricas alrededor del mundo.
La expedición que partiría en cuatro semanas estaba a cargo del comandante Robert FitzRoy, un marino que había empezado su carrera a los 14 años y que entonces contaba con 26 años. El profesor John Henslow fue convocado a participar como naturalista, pero se bajó ante la insistencia de su esposa. Recomendó a Darwin, de muy buena familia, a quien veía como un joven con excepcionales condiciones para observar, recoger muestras y tomar notas. Fue el capitán irlandés Francis Beaufort, un hidrógrafo creador de la escala para medir la intensidad del viento, el que gestionó el visto bueno de los lores del Almirantazgo.
Se embarcaría en el Beagle, un bergantín que había sido botado en 1820. Contaba con 27,5 metros de eslora, de 10 cañones y con una tripulación de 120 hombres.
Su padre no quería saber nada, consideraba que aceptar ser naturalista, sin sueldo, obedecía a un mero capricho. El que terció fue su tío Josiah Wedgwood, quien persuadió a su cuñado. “El estudio de la historia natural, aunque no ciertamente de una manera profesional, es muy conveniente para un sacerdote”, argumentó. De todas maneras, su padre era de la idea que semejante viaje no estaba acorde a la dignidad de un futuro clérigo, algo que nunca sería.
La expedición partió de Davenport el martes 27 de diciembre de 1831. Llevaban a bordo a tres aborígenes fueguinos, a los que habían traído a Inglaterra en 1830. El propio FitzRoy les había puesto nombre: York Minster, de 26 años; Boat Memory, de 20; Jemmy Button, de 14 y Fuegia Basket, de 9. Boat falleció de viruela en Inglaterra.
Desde el primer día de navegación, lo asaltaron malestares digestivos y violentas náuseas, que arrastraría toda su vida, junto a problemas nerviosos. Debió aprender a convivir con los cambios de clima, con el calor, con los insectos y con esa nostalgia que mitigaba con la concentración en su trabajo. Incluso se especuló que en ese viaje había sido picado por una vinchuca y que arrastraba el Mal de Chagas. Cuando se enfermó seriamente en Chile, fue el doctor Benjamín Bynoe, el cirujano de a bordo, quien lo atendió. Colaboraría en los trabajos del naturalista. También se hizo amigo de Conrad Martens, un pintor que había sido contratado por FitzRoy.
Era de los primeros en saltar a tierra, con su red para atrapar mariposas, con su martillo geológico y sus lentes de aumento.
Fue contando a su familia, en detallas cartas, sus impresiones del viaje, material que se transformó en su famoso diario. Lo que le preocupaba era si las especies habían sido creadas por una mano divina, se preguntaba por qué había tanta desemejanza entre individuos de una misma especie. Y, fundamentalmente, indagó qué constituía una especie.
Cuando Darwin estuvo en Punta Alta, era el punto de referencia que tomaban los marinos y era todo soledad. El Beagle permaneció unos 45 días en el lugar y se exploró la zona en botes. Llegaron hasta la Fortaleza Protectora Argentina, que había sido fundada cuatro años antes. Es el origen de la actual ciudad de Bahía Blanca.
Exploró la región con la ayuda de Syms Covington, un joven grumete de 15 años, que lo acompañaría hasta unos años después de finalizada la expedición.
Fitzroy describió los fósiles que el joven Darwin subía a bordo como “cargamentos de basura aparente”. Lo que las barrancas de Punta Alta conservaban era una mandíbula inferior, un tarso, un metatarso y restos de un armadillo gigante. Análisis realizados con posterioridad demostraron que pertenecían a gliptodontes y megaterios. Se entusiasmó cuando comprobó que esos restos eran sorprendentemente similares a los ejemplares vivos. El tema lo obsesionaba.
También se dedicó a la clasificación de plantas y animales y a estudiar la estratificación de los sedimentos.
Cuando cruzó los Andes, descubrió que los ratones eran distintos de un lado a otro de la cordillera y en la observación de la fauna de la isla Galápagos, le llamó la atención la semejanza de los ejemplares que antes había encontrado en el continente. Desechó la teoría de una creación divina y se inclinó por la hipótesis basada en el estudio de las variaciones de las especies. Señaló que dichas observaciones “solo pueden ser explicadas suponiendo que las especies se modifican gradualmente”.
Se refería estas tierras como “la Sudamérica española”. Conoció a Juan Manuel de Rosas, visitó sus campos y vio cómo trabajaban los gauchos a sus órdenes. Un salvoconducto que el hombre poderoso de las pampas le facilitó le permitió moverse con libertad en los convulsionados días de la revolución de los Restauradores de octubre de 1833. Cuando se cruzó con unos exaltados y todo pintaba para terminar de la peor manera, fue tratado con toda consideración al ver que contaba con la protección de Rosas. También en su diario describe su visita a Santa Fe y su encuentro con el gobernador Estanislao López.
De esta parte del mundo, le llamó la atención el grado de corrupción de la administración pública y el poco apego al trabajo de las clases bajas.
Al regreso, el 2 de octubre de 1836, estaba seguro que deseaba ser naturalista. “El viaje del Beagle ha sido con mucho el acontecimiento más importante de mi vida y decidió toda mi carrera”.
En enero de 1839 se casó con su prima Emma Wedgwood, con quien tuvo 10 hijos. En 1842 se mudó a Bromley, un municipio en el sudeste londinense, donde habitó Down House. Allí escribió El origen de las especies.
Su diario de viaje fue un éxito editorial, un hecho que no fue tolerado de buena manera por FitzRoy, que también había publicado su diario de viaje, pero fue menos leído.
Sus malestares físicos lo acompañaron durante toda su vida y se agravaron en su vejez. “No tengo el menor miedo a morir”, dijo a sus allegados días antes de fallecer el 19 de abril de 1882. Si bien la familia quiso sepultarlo en el cementerio local, la presión científica hizo que se lo enterrase cerca de donde descansa Isaac Newton, en la Abadía de Westminster.
Ya anciano, decía extrañar las noches que terminaban con el mate y un cigarrillo, en los días en que había poco para comer, en esas lejanas tierras llenas de aventuras y hallazgos.