El relato contó que tienen los ojos vendados. Ella vestida de blanco, él con pantalón negro, chaleco y barba de varios días. Dos cuerpos jóvenes, un tercero en camino. Ladislao Gutiérrez tiene 23 años. Camila O’Gorman 22 y un embarazo de pocas semanas en su vientre.
Fue decisión de Juan Manuel de Rosas y para dar un escarmiento, un castigo ejemplar que hiciera escuela en aquella Argentina sacudida por las guerras civiles, el caudillismo, el enfrentamiento entre los propietarios de tierras de Buenos Aires, Rosas entre ellos, y los del litoral, con Justo José de Urquiza a la cabeza. Aquella grieta se rellenaba con sangre.
Es una tarde de invierno de 1848, del 18 de agosto, en la provincia de Buenos Aires. Cuando suenan los disparos de los fusiles se escucha un grito desgarrador que se cuela por las ventanas de algunos vecinos. Primero él, después ella.
Los dos son leyenda. En especial Camila, que fue novelada, llevada al cine –Susú Pecoraro e Imanol Arias, dirigidos por María Luis Bemberg– encarnada como una heroína de las justas causas, tal vez patrona santa de los amores difíciles.
Según se mire, Camila y Ladislao son nuestros Romeo y Julieta. Los cuatro amantes sufren tremendas presiones familiares, y los cuatro terminan muertos. Pero Romeo y Julieta mueren por el arrebato de su propia pasión. Ni los Montesco, ni los Capuleto, ni el duque, acaso ni la imaginación de Shakespeare, previeron para aquellos chicos una muerte joven.
Todo comienza en 1843 cuando Camila O’Gorman, la quinta de seis hijos del matrimonio de Adolfo O’Gorman y Joaquina Ximénez Pinto, conoce a Ladislado Gutiérrez, un sacerdote proveniente de Tucumán. Ladislao -así le decían- es asignado a la parroquia a la que asisten los O’Gorman y pronto comienza a frecuentar a la familia. Él también era de clase alta: su tío era el gobernador de Tucumán (Celedonio Gutiérrez), y conocía los códigos de los adinerados. Además, había hecho el seminario junto a uno de los hermanos de Camila.
Pasados los primeros días, comenzó a tomar confesiones. Ella le hablaba de sus cosas, de sus deseos, de sus pecados. Se arrodillaba en el confesionario y, sin verlo, le decía las cosas más íntimas.
Camila O’Gorman nació en Buenos Aires el 9 de julio de 1828 y fue bautizada en Nuestra Señora de la Merced el 12 de agosto. Era la hija de Adolfo O’Gorman, un francés de ascendencia irlandesa, casado con Joaquina Ximena Pintos. Camila es la quinta de los seis hijos de la pareja. Uno de sus hermanos, Eduardo, es sacerdote. A Camila la educan según el molde de la época: que sepa coser, que sepa bordar, que acceda a la cultura, la elemental, claro, la necesaria para moverse en los salones donde relacionarse con muchachos de su edad, futuros maridos. Y Camila cumple: es juzgada como un baluarte de la sociedad porteña culta, baila con frecuencia en las fiestas formales que da Rosas, intima con la hija del gobernador, Manuelita. Es una muchacha alta, bella, alegre.
Ladislao Gutiérrez le lleva tres o cuatro años. Nació en Tucumán en 1824, quedó huérfano muy chico, lo criaron los jesuitas, que lo hicieron sacerdote muy joven, y su tío, Celedonio Gutiérrez que, en 1846 era gobernador de la provincia, aliado de Rosas. Así que el tío gobernador envía a Buenos Aires al jovencísimo cura con algunas cartas de recomendación para facilitarle el trance. El secretario del Obispado, Felipe Elortondo y Palacios, lo recibe en su casa por un tiempo. Ladislao se incorpora a la parroquia del Socorro, a la que va Camila y que hoy es la esquina de Juncal y Suipacha, pero entonces era una zona de quintas y frutales. En el Socorro, Ladislao conoce a Eduardo, el hermano sacerdote de Camila, que lo invita a las cordiales tertulias de la casa familiar. Allí Ladislao conoce a Camila. Y ya está. Dos chicos no precisan más para enamorarse.
Poco a poco Camila se fue enamorando secretamente. Se veían seguido en la que hoy es conocida como la Iglesia del Socorro, en Juncal y Suipacha, que por entonces era apenas una zona de quintas.
Sin ir más lejos, cuando supo de la historia de amor entre una joven aristócrata de familia Federal y un cura, no dejó pasar la oportunidad: “Ha llegado al extremo la horrible corrupción de costumbres bajo la tiranía espantosa del Calígula del Plata que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el sátrapa infame adopte medida alguna contra esas mostruosas [sic] inmoralidades”, publicó.
Los amantes no quieren causar dramas. Saben que están en falta, habrase visto, un sacerdote y una niña. Así que el 12 de diciembre de 1847, escapan. Con lo puesto y poco más. A caballo. Una locura. El plan es llegar, algún día, a Río de Janeiro, a la distancia, al olvido. Tienen un plan a seguir: Luján, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y, por fin, Brasil, la tierra prometida.
Si tienen una certeza es que la misión que encaran es difícil. No tienen nada a favor, salvo ese empeño irracional que regala el amor. En Santa Fe perfeccionan la estrategia de escape. Se presentan sin documentos, juran haberlos perdido, ante el capitán de la goleta Río de Oro, quien les extiende el pasaporte a nombre de quienes no son: Camila es ahora Valentina Desan. Y Ladislao es Máximo Brandier. Vienen de Salta, o de Jujuy, son jóvenes comerciantes.
Mientras tanto, el escándalo en Buenos Aires enfila su proa hacia la tragedia. En la casa de los O´Gorman no hace falta atar demasiados hilos para descubrir que Camila se fue, el cura Ladislao no está en su parroquia y ninguno de los dos está en alguna parte.
Los primeros esfuerzos intentan en vano tapar el escándalo, que es demasiado grande y dar respuesta a algunos interrogantes imposible de responder porque todos están mal hechos: ¿Es Camila sospechosa de ser una libertina? ¿Es el padre Ladislao un traidor a la Iglesia, a la sociedad que lo cobijó y a los más sagrados preceptos morales? ¿Ambos han decidido enfrentar a la autoridad? El amor no sabe contestar esas preguntas.
Los planes del padre de Camila eran verla casada con un joven respetado. Fue él, Adolfo, uno de los más férreos perseguidores de la pareja cuando se supo la noticia. Solo esperó 10 días para denunciarlos ante el gobernador. Según él, era “el acto más atroz y nunca oído en el país”, tal como escribió en su carta a Rosas.
Ladislao pasó a llamarse Máximo Brandier y Camila se convirtió en Valentina Desan. Eran oriundos de Jujuy, según constaba en el pasaporte que consiguieron en febrero de 1848 (al parecer, denunciaron haber perdido los originales). El plan era sencillo: a caballo a través de Luján, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones, y finalmente Brasil, donde vivirían tranquilos y contraerían matrimonio.
En una pausa en el traslado, Camila confesó no estar arrepentida. Lo suyo no era un berrinche ni un ataque al régimen. No era un bombardeo moral ni una subversión. Era una historia de amor, ni más ni menos, que databa desde bastante antes de la fuga. De esas declaraciones en San Nicolás se sabe gran parte de la historia… Y esas palabras, también, pueden haber cambiado su suerte. Al escucharlas, Rosas ordenó la inmediata ejecución de los dos.
-Si yo llegara a tener un hijo tuyo, sería una señal de que Dios no está enojado, ¿cierto?
-Sí mi niña…
-Si estuviera enojado se equivocaría.
La ciudad aparece empapelada con la descripción de los dos fugitivos y con una imperiosa sugerencia: hay que dar con ellos en cualquier sitio de la Confederación en el que se encuentren para que sean enviados de inmediato a Buenos Aires.
Una fiesta en Goya fue el principio del fin para la pareja. El 16 de junio de 1848 Gutiérrez fue reconocido por el cura irlandés Miguel Gannon, y alertó a las autoridades. La pareja fue detenida y por orden de Benjamín Virasoro, gobernador correntino, encerrada por separado.
Los dos son detenidos y separados. Los interroga el juez, Camila niega haber sido violada, dice que fue quien inició el romance y quien planeó la fuga.
Días después, por orden del gobernador Benjamín Virasoro los dos chicos son enviados por barco a Buenos Aires, engrillados y separados. Llegaron a Rosario el 7 de julio y viajaron en carretas, también separadas, hasta cerca de San Nicolás de los Arroyos.
Cuando las carretas llegan a Santos Lugares, cercana a Buenos Aires, los dos enamorados van a parar a la cárcel, calabozos separados, donde pasarán las últimas setenta y dos horas de su vida. Es cuando nace otro enigma. Camila se siente mal y es revisada por un médico. El comandante de la prisión, Antonino Reyes, envía un mensaje y los documentos a Rosas: informan del embarazo de la muchacha.
Encerrado, Ladislao preguntó por la suerte de Camila. “La misma que vos”, le contestaron. Pidió un papel y un lápiz y le escribió su última carta: “Camila mía: acabo de saber que mueres conmigo. Ya que no hemos podido vivir en la tierra, unidos, nos uniremos en el cielo, ante Dios. Te abraza, tu Gutiérrez”.
La hora final llegó el 18 de agosto de 1848, cinco años después de haberse conocido.